Es medianoche.
Estoy envuelto en un velo de dolor que nubla la vista mientras me caen las lágrimas al escribir estas palabras. Acabo de recibir la peor noticia que le pueden dar a uno...
Unos amigos acaban de perder a su hijo, nacido apenas hace cuarenta y ocho horas.
Me considero una persona espiritual y creo en Dios, pero ninguna explicación o sermón puede quitarme de la cabeza en estos momentos lo injusto que es a veces el destino.
El pequeñín no tenía buen pronóstico, ya que al principio del embarazo los médicos detectaron malformaciones severas en el feto y afirmaron que quizás no llegara a nacer, y que si finalmente lo hacía no sobreviviría demasiado. Finalmente llegó un mes antes de lo previsto y pesando un kilo y medio justito.
Apenas cuarenta y ocho horas... Ese tiempo es lo que tarda en irse a casa una familia con su bebé cuando no ha habido complicaciones. Nosostros mismos hace dos semanas, sin ir más lejos.
Nuestros amigos tomaron la valiente y difícil decisión de seguir adelante con el embarazo. Contra viento y marea y solos, ya que residen lejos de la Comarca. Seguramente no muchos hubieran sido capaces de afrontar semejante prueba, y por ello es mayor mi pesar y admiración.
No puedo imaginar mayor doŀor que la pérdida de un hijo, pero me reconforta pensar que entre tanta oscuridad siempre hay un aliento de esperanza y que debemos agradecer el milagro de la vida...
Aunque sean apenas cuarenta y ocho horas.
Sed felices.
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